
La primera vez, me senté en la silla del Registro Civil con el corazón destrozado, tratando de poner la mejor sonrisa que tenía, que más bien era una mueca, para que me tomaran la foto.
Con ese pasaporte, salí por primera vez del país con rumbo a Perú, porque ya no podía estar en Santiago: cada café, cada cine, casa esquina, cada rincón de la ciudad me recordaban al hombre que acababa de dejarme por otra y con el que pensé que iba a tener hijos, nietos, una casa y una vida. Era el año 2004, y yo, con mis 24 abriles, una mochila y una herida sangrante, viajé por casi 3 meses hasta que pude de nuevo sonreír con el alma, sin tener que hacer una mueca.
Hoy, seis años después, me senté en la silla del Registro Civil con una sonrisa en el alma, de esas de verdad, pensando en que con ese pasaporte me iré a Alemania a ver al hombre que se demoró diez minutos en besarme desde que me abrazó por primera vez y que tardó sólo dos semanas en darme todas las certezas que tengo ahora.
Sé que esa sonrisa de la foto, la misma que tengo en la cara desde el primer momento que lo vi, va a quedar plasmada en el pasaporte por muchos años, y me alegro que Policía Internacional no tenga que poner su timbre sobre la mueca de hace seis años atrás, porque igual que mi antiguo pasaporte, esa Bárbara expiró. Ahora tengo una sonrisa de verdad.