
Podría comenzar por el minuto 1, por el reencuentro en el aeropuerto de Frankfurt, ese momento Kodak como ningún otro en mi vida. Él con una rosa y su sonrisa perfecta, y yo con mi maleta roja corriendo como una loca a sus brazos, y besándonos y acariciándonos como adolescentes, como si entre el último beso que nos dimos en Abril y el que nos estábamos dando en ese momento no hubieran pasado cuatro meses, sino que un suspiro.
Podría comenzar por la despedida, en el mismo aeropuerto, que empezó con la tortura de la línea de ingreso a policía internacional, donde entré después de darle un último beso y donde me tuve que contener, con las rodillas temblando, por más de cinco minutos, sabiendo que él estaba parado detrás de mí, sin poder entrar a abrazarme de nuevo, y que yo debía esperar hasta que mi equipaje pasara por la máquina de rayos X. Después, un último adiós con la mano, un corazón dibujado en el aire, y la rápida carrera a buscar un baño para poder llorar en paz. En eso estaba cuando una española golpeó la puerta del privado, sacándome de mi dolor y de mi desconexión con la realidad, y diciéndome “perdona, estás bien?... Necesitas que te lleve a la enfermería o que te ayude?”.
Podría empezar hablando de las maravillas de las tres semanas en Alemania. Del cartel de “Bienvenida” que colgó en la ventana de su casa para esperarme. De la presentación a la familia y los amigos. De los desayunos a la cama. De los mimos y el amor de madrugada. De la ternura y la pasión. De los paseos en auto, las idas al supermercado y las maratónicas sesiones de revisión de fotos de la infancia, la adolescencia y la juventud. De la noche en Meersburg, ciudad preciosa organizada alrededor de un castillo, donde caminamos, nos miramos a los ojos pero con el alma, nos dijimos las palabras más dulces y más tiernas del mundo, cenamos en el mejor restaurant mirando al lago de Konstanz, y donde vimos una estrella fugaz y pedimos un deseo de amor.
Podría empezar contando un detalle cronológico de los hechos importantes, como mi formación de periodista me sugiere, pero no.
Voy a empezar por el final, ese final que no tiene nada de cronológico, que quizás se salta algunos episodios, pero que encierra todo lo maravilloso que vivimos juntos y la voluntad que luego de varias conversaciones -y más de alguna discusión- consensuamos: el rucio viene en diciembre a Chile, y durante su visita haremos planes para ver cómo sigue esta relación el próximo año, porque así como van las cosas, me voy con él a Alemania.