
Agarré mi mochila y me mandé a cambiar, sin planes, sin panorama fijo, sin reservas para el alojamiento y casi sin plata. Y casi me quedo a vivir en Puerto Cisnes. Hubiera sido fácil: pedirle a mi mamá que arrendara mi departamento en Santiago, establecerme en la pega que me dijeron que estaba vacante en la salmonera, de jefa de comunicaciones internas, buscarme una casa linda, de madera, con una cocina amplia y dedicarme a conocer la región los fines de semana. Demasiado tentador.
Pero me llamé a la cordura, porque una decisión tan importante se toma con tiempo y se hace bien, dejando todo listo, todo dispuesto. Además, me conozco y sé que un par de semanas después de haberme establecido en el sur estaría vuelta loca deseando un cine, un café decente, un supermercado, porque también tengo marcado a fuego mi lado citadino.
Lo bueno es que el viaje me sirvió para pensar, para despejarme de tanta cosa superflua que me ha inquietado en el último tiempo, y para recobrar una verdad que puede parecer de perogrullo, pero que a veces olvido: hago las cosas que hago por mí, para mí, por mi felicidad y mi bienestar, no para los demás. Por eso, como ya me había dicho una amiga a pito de un horóscopo azteca, mi problema es que vivo demasiado enfocada en el futuro, construyendo las cosas que disfrutaré dentro de algún tiempo, pero que fallo al disfrutar el presente sin complicaciones, ese presente de olor a mar y a leña quemada, de mañana nubosa, de botes a remo y llovizna en el muelle que me regaló la XI Región.