martes, 27 de abril de 2010

Sin miedo

No me dio miedo cuando lo miré por primera vez y recibí esa especie de patada voladora en la cabeza, y una certeza del tamaño de una catedral se me instaló en el medio del pecho: quería ser la madre de sus tres hijos medios rucios, de apellido raro, y darle comida a su gato, que seguramente maulla en alemán.

No tuve miedo cuando conversamos en mi mal inglés acerca de la vida, de las series de TV, del trabajo, del amor y de los viajes.

No tuve miedo cuando después de una botella de vino bajo las estrellas de la cuarta región se tomó su tiempo para acariciar el costado de mi rostro, mis hombros y mi pelo antes de besarme. Tampoco tuve miedo después, cuando mientras nos sacábamos la ropa, me decía que estaba bien si yo le pedía que se fuera a dormir a su cama.

No tuve miedo cuando el romance siguió al día siguiente, cuando descuidadamente me dijo “my darling” para pedirme el azúcar en la mesa del desayuno. Tampoco me dio medio a la semana siguiente, cuando haciendo el inventario de las cosas que debía bajar del auto para ir a la fiesta de la vendimia, me tomó la mano y dijo “también tengo a mi novia, así que no me falta nada”.

No me dio miedo pasear de la mano por Valparaíso, comer y tomar café juntos y ser fotografiada más veces que en toda mi vida, incluso cuando no me daba cuenta. No me dio miedo su mirada de amor ni tampoco los planes que ya empezábamos a hacer.

No me dio miedo presentárselo a mi mamá, ni tomar mi maleta e irme a vivir con él durante su última semana en Santiago. Me dio una pena negra, sí, pero no miedo, cuando nos despedimos en el aeropuerto, pensando en que sólo faltaban 13 semanas para vernos en su país.

Hablando por Skype me dio una emoción increíble, una sensación en el estómago como esa escena de la película Vértigo de Hitchcock, cuando el protagonista mira la escalera y el espacio parece ampliarse ante sus ojos, cuando me dijo que había estado esperando hablar conmigo para decirme que está enamorado de mí, porque es algo que no se puede decir por escrito, sino que personalmente, y él necesitaba decírmelo. Sentí alegría, felicidad, mariposas del tamaño de elefantes aleteando furiosas en mis vísceras, pero no miedo.

Tampoco tengo miedo ahora, que planeo mi próximo viaje a Alemania y que ya tengo una foto suya en mi billetera. ¿Debería tener miedo? Tal vez sí, pero no lo tengo, y eso es sobre todo, una buena señal.