miércoles, 23 de febrero de 2011

Cumpleaños/Mudanzas/Sincronías

Estoy de cumpleaños el 26 de Marzo, y siempre he sido de la idea de celebrar el mismo día. Memorables carretes se hicieron en mi departamento un día lunes o martes hasta altas horas de la madrugada, para conmemorar esa importante fecha, y este año, cuando por primera vez cae sábado desde hace mucho tiempo, celebraré mi último cumpleaños en Chile.

Quiero que vayan todos: mi familia, los más amigos, los conocidos también. Quiero que esté lleno, que me canten el cumpleaños feliz a voz en cuello y soplar mis 31 velas pidiendo un solo deseo (no necesito más): confirmar el buen presentimiento que tengo con mi viaje “one way” a Alemania. Quiero bailar como Rafaella Carrá hasta que se me hinchen los pies, y terminar llorando, a las 5 de la mañana, abrazada a mis amigas y con unas copas de más, porque no nos vamos a ver en un buen tiempo.

Mientras eso sucede en este lado del mundo, en el otro hemisferio mi rucio se estará cambiando de casa: Ya contrató la mudanza que se llevará “todos nuestros muebles”, como me dijo él, al garage de sus papás, mientras escogemos una casa para vivir juntos.

Se llevará el comedor, el closet, la lavadora, la cama. Todos sus archivadores donde igual que yo, pone los comprobantes pagados de las cuentas del agua, el teléfono, la luz. También el archivador rojo, ese donde guarda las cartas de amor que le mando por correo. Su ropa, sus zapatos y sus películas, cargadas al Filme Noir, la ciencia ficción de los 70 y las colecciones completas del Capitán Futuro y Star Trek. La bicicleta que “recuperó”, como dice él, hace varios años, cuando aún estaba en la Universidad, y que literalmente se robó de vuelta, luego de encontrarla estacionada en el Campus un par de días después de haber sido víctima de un hurto.

Más que en las coincidencias, creo en las sincronías. Creo que no fue casualidad conocer al rucio y enamorarme de él, sino que tenía que pasar. Y creo que ahora, yo empezando un nuevo año de mi vida y él embalando sus cosas para el cambio de casa, en el mismo momento, enganchamos en una sincronía para empezar nuevas etapas juntos.

viernes, 11 de febrero de 2011

Los chinos

Ayer, después de la oficina, pasé a comprar comida china. Era tarde y yo tenía una mezcla de cansancio por un día lleno de cosas, hambre, debido a mi almuerzo poco abundante, y frío, por culpa de esta lluvia inusual que tanto me recuerda al verano alemán.

Entré al pequeño restaurant sólo para llevar, que queda a unas pocas cuadras de mi casa. En él tres chinos que al parecer eran el abuelo, el padre y el hijo, conversaban en su idioma.

El más viejo de los tres estaba sentado en la caja, y los otros dos, acomodaban cajas de carne y pollo en la cocina.
-¿Qué se va lleval?-me dijo el abuelo, con una sonrisa
-Un chapsui de ave y un arroz chaufán-le dije
-Tles mil tlesiento peso-me dijo él.
Despreocupadamente, saqué un billete de cinco mil de mi billetera, y se lo pasé
-¿Tiene tlesiento?-me dijo
Y mientras buscaba en mi billetera contando las monedas de diez y de cincuenta para llegar a la cifra, me sorprendí de la habilidad del chino para conocer la plata chilena, siendo que por cómo hablaba español debía estar hace poco en el país.

Mientras le pasé los trescientos pesos en monedas, le pregunté
-¿Hace cuánto que está en Chile?
-Sei mese-me dijo- Hijo tlabaja aquí y mandó buscar

Desde adentro de la cocina, el chino adulto asomó la cabeza y me sonrío
-Mucho tlabajo en Chile, papá vivía solo en China, así que tenía que venil- dijo con un mejor español.
-Chapsui pollo y aló chaufá-le dijo el abuelo, repitiendo mi orden

Entonces el adulto le habló en chino al joven, quien le contestó en el mismo idioma.
-Hijo no habla nada- me contó el padre- Llegó una semana
-¿Cómo se vienen a Chile si no hablan nada? ¿Cómo lo hacen con la plata?-le pregunté sorprendida
-Plata fácil- dijo el abuelo mientras me pasaba los dos mil de vuelto-Español aprende. Familia ayuda.
-Sí, plata e fácil. Y en Chile la gente no estafa a chino. Uno tlabaja aquí, hace sus “lucas”-me dijo el adulto.

Entonces, desde la cocina, salió el hijo: no tenía más de 20 años, usaba lentes, era gordito y parecía un poco tímido. Me pasó dos cajas de aluminio con mi pedido e hizo una breve y rápida reverencia, como se estila en oriente. Yo hice lo mismo al recibir mi comida, y él me sonrió.

Me despedí amablemente de los chinos y caminé hacia mi casa pensando en lo valientes y aperrados que eran ellos: se vienen a un país casi sin saber el idioma a instalar pequeños negocios que les permitan prosperar y traer a su familia para ayudarlos.

Y pesné también que cuando yo me fuera a Alemania tenía que ser igual de aperrada que ellos, confiando en que aprenderé el idioma y en que mi familia –es decir, el rucio- me va a ayudar. Creo que en el futuro me acordaré muy seguido de estos chinos emprendedores.