martes, 29 de junio de 2010

Pasaportes

He sacado pasaporte dos veces en la vida, y las dos veces ha sido por un hombre.

La primera vez, me senté en la silla del Registro Civil con el corazón destrozado, tratando de poner la mejor sonrisa que tenía, que más bien era una mueca, para que me tomaran la foto.

Con ese pasaporte, salí por primera vez del país con rumbo a Perú, porque ya no podía estar en Santiago: cada café, cada cine, casa esquina, cada rincón de la ciudad me recordaban al hombre que acababa de dejarme por otra y con el que pensé que iba a tener hijos, nietos, una casa y una vida. Era el año 2004, y yo, con mis 24 abriles, una mochila y una herida sangrante, viajé por casi 3 meses hasta que pude de nuevo sonreír con el alma, sin tener que hacer una mueca.

Hoy, seis años después, me senté en la silla del Registro Civil con una sonrisa en el alma, de esas de verdad, pensando en que con ese pasaporte me iré a Alemania a ver al hombre que se demoró diez minutos en besarme desde que me abrazó por primera vez y que tardó sólo dos semanas en darme todas las certezas que tengo ahora.

Sé que esa sonrisa de la foto, la misma que tengo en la cara desde el primer momento que lo vi, va a quedar plasmada en el pasaporte por muchos años, y me alegro que Policía Internacional no tenga que poner su timbre sobre la mueca de hace seis años atrás, porque igual que mi antiguo pasaporte, esa Bárbara expiró. Ahora tengo una sonrisa de verdad.

viernes, 11 de junio de 2010

El perfume

El rucio se pone más rucio con el sol. Medio pelirrojo incluso.
Le carga que personas extrañas le saquen fotos –rara manía-, pero me ha hecho caso y me ha mandado varias fotos suyas en el verano europeo. Se nota que está un poco incómodo porque su sonrisa no es igual a la que tiene en las fotos que nos sacamos juntos.

Al rucio le gusta usar camisa, pero con una polera debajo. Si anda solo con la polera, se siente como en ropa interior.

Al rucio le gusta dormir hasta tarde, ver series de TV adora su trabajo. Me dijo que le encantaba planchar la ropa pero que le hacía el quite a cocinar, porque aunque le gustaba, no sabía hacer muchas cosas diferentes.

Igual que a mí, le cargan los mariscos pero adora el pescado, y sólo come tomate con la bruscetta, una delicia italiana compuesta de una especie de pan crujiente y bien delgado, con albahaca, tomate, ajo y aceite de oliva. Adora el chocolate y cuenta los días para tener de nuevo una bolsa de manjar y una cuchara delante.

El rucio tiene un olor corporal rico, como suave y dulce, y no usa perfume. Solo una colonia muy suave para después de afeitar que tiene olor a bergamota, el mismo olor que me sacudió hoy al entrar al metro.

Me estremeció, y por un segundo sentí la mano del rucio en la cadera derecha. Después la ira. “Cómo otro hombre iba a tener el olor de mi rucio?” Me pareció una insolencia, una burla, una bofetada.

Lo peor de todo es que como era de esperar, no fui capaz de identificar la fuente del aroma, y tuve que resignarme durante todo el viaje a la presencia-ausencia del rucio, pensando en la foto que me había mandado ayer, tomada por un extraño en un pueblo de Alemania, donde se veía con una sonrisa un poco rara, y más rucio que de costumbre, probablemente por el sol.

miércoles, 2 de junio de 2010

No tenemos por qué conformarnos con menos

Me sorprende que nos sorprendamos con aquello que no debiera sorprendernos, y que perdamos la capacidad de asombro con lo que debería ser la excepción y no la norma.

¿Por qué llegamos a pensar –también yo -, que el “te llamo pero no te llamo” está bien, que el “no sé lo que siento” es válido, y que el “no estoy listo para una relación” es una postura honesta de quien expresa su punto de vista, y no una celosía detrás de la que se esconde un cobarde (o una, en femenino) que no quiere admitir que simplemente, no ama, algo que es normal y perfectamente posible, pero que es una deslealtad no conversar abiertamente?

¿Y por qué nos sorprendemos tanto –o me sorprendo yo, ahora-, con mensajes de texto que me despiertan con besos de buenos días cada mañana, y que llegan a mi celular justo a la hora en la que suena mi alarma, o con muestras de cariño pequeñas, contundentes y cotidianas llegadas con regularidad y por correo certificado desde el otro lado del mundo?

Le dije al alemán que estaba feliz, encantada y sorprendida por la manera tan abierta y directa en la que me ha hecho saber que está enamorado, porque en mi cabeza, los alemanes eran gente más fría e impersonal, y me contestó con una verdad que me dejó pensando en todo esto: “Si no te lo digo y no te lo muestro, tú no sabrías que te amo, y yo quiero que lo sepas todos los días”.

Eso es todo. No podemos ni tenemos por qué conformarnos con menos.