Ayer, después de la oficina, caminé por la ciudad. Con los guantes en la mano, el mentón hundido en la bufanda y el aire frío en la cara y el pelo. Como una caricia, como una promesa.
Caminé por lugares que hace tiempo no recorría, buscando impregnarme de ese mar de luces, oscuridad y hojas que se movían por el viento.
El frío. Me encanta que haga frío. Me recuerda esa película preciosa “Los amantes del círculo polar”, donde una pareja enamorada comprueba lo indeleble de la marca del amor en sus vidas, que casi es una predestinación.
En una de las escenas memorables, Ana, la protagonista, dice que le encanta que haga frío, porque las cosas pasan más rápido. Y yo creo lo mismo.
Caminé por la ciudad pensando en mi último invierno en Santiago, con frío y viento y árboles de hojas temblorosas y vendedoras de bufandas en las esquinas y parejas caminando rápido en la calle.
Caminé pensando que extrañaría este invierno, esta ciudad de luces, esta sensación de respirar profundo y sentir cómo el aire frío me llena los pulmones.
Caminé y me sentí un poco Ana, esperando que las cosas que tienen que pasar pasen rápido, muy rápido.