viernes, 25 de marzo de 2011

Babel


¿Qué tienen en común un vendedor por Internet en China, que no habla ni español ni alemán, un investigador universitario en Alemania que no habla español y una periodista en Chile que no habla alemán, a parte de comunicarse en inglés?

No, no se trata del último guión cinematográfico de Alejandro González Iñárritu, el genio contemporáneo de las historias entrecruzadas, y que dirigió Amores Perros y 21 Gramos. Aunque sí, la historia sí le lleva algo de Babel.

Todo partió porque el rucio empieza su nuevo trabajo la próxima semana, y yo, como la buena polola a la distancia que soy, quise comprarle un regalito para que empezara con el pie derecho y supiera que lo estoy apoyando en este proceso.

En Ebay, mi nuevo mejor amigo, encontré un “note holder”, algo así como un perro de ropa con un alambre y una base, para sostener recaditos y fotos, ideal para oficinas. U$3.99, despacho desde China gratis a todo el mundo. Era todo lo que yo necesitaba.

Compré y me contacté con el vendedor para hacer el pago. Le di mi número de tarjeta de crédito chilena, el nombre y la dirección de despacho en Alemania, y la nota extra que uno puede incluir en el envío, que decía “Honey, I send you this small gift to help you in holding your daily tasks at your new job, I love you very much! Your kittycat”.

El vendedor me respondió enviando por mail el comprobante de la transacción, e iniciando una amena conversación en la postdata: “ You know I'm so curious about your story.One in Germany and the other in Chile,how could this happen.I think it must be amazing story :-)”

Y yo le conté todo. La primera vez que lo vi y el flechazo brutal que sentimos. El viaje a Alemania. El año nuevo en Chile, mi próximo viaje a Alemania. El master que voy a estudiar y lo seguros que estamos de este paso loco y romantiquísimo que estamos a punto de dar.

Y el vendedor por Internet en China recibió la historia de amor de la chilena loca y el investigador alemán que recibiría el “note holder” como regalo.

Y la chilena loca que escribe este blog recibió el siguiente correo: “This kind of story makes our job noble and meaningful! We join people with a humble merchandising shipping! I Wish you a world of happiness and love as all your dreams come true. I will share your happiness you had has and will experience.There is saying in China "Happiness doubled if it is shared".

Y sí. Parece un guión de Alejandro González Iñárritu.

viernes, 11 de marzo de 2011

Cosas que no voy a extrañar de Chile, segunda parte: Los cajeros automáticos sin plata

Llegué corriendo al cajero: iba tarde para mi clase de inglés, que debía pagar al terminar, y por supuesto, no tenía plata. Encontrar más de mil pesos en mi billetera es digno de una medalla: no me gusta cargar con efectivo. Mientras tenga mi Bip! y mi mejor amiga (que se llama Visa y tiene una palomita holográfica en la superficie), todo bien.

Haciendo malabarismo con los dos tirantes de la cartera, la bolsa con los “tapper” de mi almuerzo y el bolso que me compré para acarrear el libro de inglés (que parece una biblia y pesa como un ladrillo), saqué la billetera y extraje la tarjeta de Redbanc.

Que el cajero la lea es otro cuento: Está tan carreteada que los cajeros más nuevos (Esos del BCI donde hay que retirar la tarjeta antes de empezar a operar), no me la leen porque son más sensibles. La banda magnética se parece más a la huincha de pólvora de las cajas de fósforos que a una tarjeta decente. El problema es que en el banco me cobra $1.290 por reemplazarla "por fatiga de material", y darla por perdida me cuesta más caro (como $3.000), así que me niego a pagar mientras pueda operar en un cajero antiguo y menos sensible.

Metí la tarjeta en la ranura y una vez que la reconoció (aleluya!), seguí las instrucciones. “Ingrese su clave”. Tecleé sobre los botones. Seleccioné “Cuenta corriente”, “Giro”, “Otro Monto”, y volví a teclear la cifra que quería. Siempre hago esto, porque me gusta escribir la cantidad de plata que necesito y no seleccionar las alternativas que me da el menú, bien ordenaditas y en múltiplos de 10 mil, no sé por qué.

“¿Desea impresión del comprobante?”. Selecciono que no, por supuesto. No estoy en condiciones psicológicas de conocer las dimensiones de mi sobregiro, producto de las clases de inglés. No me sobregiro nunca-nunca, pero este mes entre la inscripción para el TOEFL y el pago de mis clases me tiene pidiéndole al cajero que no me extienda el recibo de mi operación, como si con eso pudiera no cavar un poco más profundo en el agujero de mi línea de crédito.

Y entonces, solo entonces, después de todo este proceso, el cajero se digna a contarme que en el fondo, está como yo: sin plata. En la pantalla aparece un mensaje que me cuenta que “en este momento no es posible realizar giros desde este cajero automático”.

¿Y por qué cresta no parte por ahí? Me hace meter mi tarjeta, digitar mi clave, decirle que quiero que me de plata, ingresar cuánta plata quiero, y pedirle que no me muestre la magnitud de mi catástrofe financiera. Cinco pasos totalmente inútiles!

Podría habérmelos ahorrado diciendo que no tenía plata cuando seleccioné la opción de giro. ¿Quién programa la secuencia de estas máquinas infames? Ahora tendré que correr a otro cajero de los antiguos antes de ir a mis clases!

Segunda cosa que no voy a extrañar de Chile: los cajeros automáticos sin plata.

lunes, 7 de marzo de 2011

Cosas que no voy a extrañar de Chile, Primera parte: El metro lleno en hora punta

Me subí al metro después de todo el mundo, porque no estoy dispuesta a pegar un codazo o a que me peguen uno, solo por alcanzar un asiento. Siempre me ha impresionado el efecto de la hora punta sobre la gente.

Quedé parada junto a la puerta del fondo, la que no se abre dado que mira hacia la línea. Al cabo de unas pocas estaciones, el vagón parecía una lata de sardinas: yo luchaba por mantenerme afirmada del pasamanos, por sacarme de la cara el pelo de la señora que iba parada delante de mí, y porque no me pisara el adolescente que estaba parado a mi lado, con unas zapatillas gigantes y escuchando walkman a volumen de discoteca.

De repente, sentí que me faltaba el aire, y mi visión empezó a nublarse: miles de puntitos blancos se empezaron a interponer entre mis ojos y el letrero de la estación Gruta de Lourdes, que estaba mirando por la ventana. Lo último que vi a través de los puntitos fue cómo mi mano se soltaba del pasamanos, en contra de mi voluntad. En lugar de un "blackout", fue un "whiteout".

Desperté un par de segundos después, porque sólo habíamos avanzado una estación. El metro estaba tan lleno que no alcancé a tocar el suelo: estaba afirmada por la espalda de un señor, y por el costado, la señora del pelo en mi cara me sostenía con ambas manos.

El despertar fue plácido, así como cuando uno despierta de una siesta en verano, en una habitación llena de sol. Pero cuando me di cuenta de lo que había pasado, me asusté y me puse nerviosa.

-¿Estás bien? ¿Te sientes bien? ¿Estás mareada?
-¿Estás embarazada? - Me preguntaban todos.

Una señora que estaba al medio del pasillo me llamó porque alguien me había cedido su asiento.

Caminé aún asustada y me senté. Otra señora me alargó la mano con lago que a primera vista no distinguí, “es un dulce”, me dijo ella. Y lo tomé, le saqué el envoltorio y me lo comí. El azúcar en el sistema comenzó a hacer efecto y de a poco me sentí mucho mejor.

Tres estaciones después me bajé del metro, aún un poco aturdida por el desmayo. Nunca antes en la vida me había pasado algo parecido.

El metro en hora punta, una de las cosas que de seguro no voy a extrañar cuando esté en Konstanz, Alemania, una ciudad pequeña, con no más de 15 mil habitantes, y sin metro!

viernes, 4 de marzo de 2011

Comer, vivir, amar

En mi niñez y adolescencia fui la gordita simpática del colegio, y la matea. Larousse, me decían, por lo sabihonda y los kilos extra.

Me reía por las tallas que me tiraban cuando en el fondo me cargaba ser gordita. Popular nunca fui, pero por suerte el amor nunca me fue esquivo.

Cuando entré a la Universidad bajé 8 kilos en un semestre, entre el stress y la correría de una clase a otra sin tiempo para comer, y me puse grave. Me paseaba por el patio de la facultad con dos (no uno!) libros de Milan Kundera debajo del brazo, sintiéndome superior por ser una chica C3 que se ganó una beca, a punta de esfuerzo, en la mejor universidad del país. Ahora me doy un poco de risa, la verdad.

En ese tiempo terminé con mi pololo de toda la Enseñanza Media para empezar a pololear con el que sería el pololo de toda la Universidad, quien como yo, se paseaba por el patio de la Facultad de Ingeniería con un par de tratados de álgebra, sintiéndose también un poco superior. Two of a kind, dicen los gringos.

Cuando terminé la Universidad terminé con este pololo –me terminó él, para ser honesta -, y volví a bajar de peso. Entre el nudo en la garganta, las lágrimas y las puteadas que le eché, bajé como 4 kilos en un mes. Después me fui a Perú a estar lejos y recuperar algo del peso perdido a punta de ají de gallina y causa limeña.

Después vino un tiempo nebuloso: algunos pinches, algunos pololos, nada muy serio. Subidas y bajadas de peso nada dramáticas pero sí muy constantes, hasta que igual que mi ánimo, alcanzó un punto de equilibrio cerca de los 25 años, cuando me compré un depto y me fui a vivir sola.

Ahí hubo algunas relaciones más importantes, pero nada prometedoras. 5 años se me pasaron como un suspiro, estudiando un par de diplomados y un Magíster, y usando la misma talla de pantalón. Cumplí 30 y sentí que era joven, que me iba bien en la pega, pero que salvo mi familia, no tenía nada que me atara a Chile. Y me sentí libre y se me ocurrió la loca idea de irme a estudiar al extranjero.

Y mientras más lo pensé, más lógico me parecía, así que arrendé el depto, me fui a vivir donde mis papás para ahorrar plata, y escogí España como destino. Incluso tenía un Master en la mira.
Y justo en ese momento, cuando sentí que todo lo tenía armado y decidido, que el camino era claro y sólido, apareció él. El rucio. Y todo se desordenó, voló por los aires pero encajó perfecto al caer, con las nuevas piezas del rompecabeza s: él adora Alemania, y yo estaba pensando en irme de Chile a estudiar fuera. Nos enamoramos violentamente y sin remedio. Una relación a distancia no resiste más de un año. Alguien tiene que jugársela. Y como saben, me voy a estudiar a Alemania a fin de año.

Hoy mi jefa me dijo que estoy más flaca, y parece que es verdad: los pantalones de años anteriores me piden cinturón. Y claro, si reflexiono, entre la pega, los trámites para la visa, la postulación y el próximo viaje que haré a Alemania para verlo, ando corriendo y tengo poco tiempo de comer.

Quién sabe, quizás en Alemania tendré ocasión de recuperar parte del peso perdido, a punta de Pumpernickel (un pan de centeno que me encanta), comidas deliciosas y repostería.