A veces hay días en los que no es relevante el rucio está lejos, en los que me sorprendo haciendo panoramas como tomarme un café con él después de la pega o hacer la cimarra de mi curso de inglés e irnos a comer un helado gigante sentados en el cerro.
A veces hay días en los que sólo quiero abrazarlo. En los que después del sonido del despertador, mi cama de plaza y media se me hace un lugar enorme e inhóspito sin su espalda y sin sus hombros llenos de pecas y de mis besos. En los que todos mis pensamientos vuelan hacia su lado, con el dulce sopor de esta primavera tibia, soñolienta, de siesta y de remoloneo.
A veces hay días en los que me pongo a chequear que todo esté en orden: la reserva para el hotel en el que pasaremos la noche de año nuevo en Valparaíso, los pasajes de bus, el departamento que arrendaré en Mendoza, el vuelo. Lo hago como si con eso pudiera administrar la ansiedad, como si ocupándome de los detalles de nuestro reencuentro, los 35 días que faltan para ese beso que tenemos inconcluso fueran a pasar más rápido.
Y hay días como hoy, en los que tengo pena. En los que sólo quiero abrazarlo y besarlo y sé que no puedo hacerlo. En los que no camino segura por la calle, sino que mirando el piso. En los que sí me importa que viva lejos, que no hable español y que no se pueda tomar un helado conmigo hoy en la tarde.