miércoles, 24 de noviembre de 2010

Hay días...

A veces hay días brillantes, luminosos, en los que camino por la calle sintiéndome poderosa, indestructible, bella, amada. En los que dejo en el closet la distancia, las dificultades y las incertidumbres, y me visto con todas las certezas que me ha dado mi relación.

A veces hay días en los que no es relevante el rucio está lejos, en los que me sorprendo haciendo panoramas como tomarme un café con él después de la pega o hacer la cimarra de mi curso de inglés e irnos a comer un helado gigante sentados en el cerro.

A veces hay días en los que sólo quiero abrazarlo. En los que después del sonido del despertador, mi cama de plaza y media se me hace un lugar enorme e inhóspito sin su espalda y sin sus hombros llenos de pecas y de mis besos. En los que todos mis pensamientos vuelan hacia su lado, con el dulce sopor de esta primavera tibia, soñolienta, de siesta y de remoloneo.

A veces hay días en los que me pongo a chequear que todo esté en orden: la reserva para el hotel en el que pasaremos la noche de año nuevo en Valparaíso, los pasajes de bus, el departamento que arrendaré en Mendoza, el vuelo. Lo hago como si con eso pudiera administrar la ansiedad, como si ocupándome de los detalles de nuestro reencuentro, los 35 días que faltan para ese beso que tenemos inconcluso fueran a pasar más rápido.

Y hay días como hoy, en los que tengo pena. En los que sólo quiero abrazarlo y besarlo y sé que no puedo hacerlo. En los que no camino segura por la calle, sino que mirando el piso. En los que sí me importa que viva lejos, que no hable español y que no se pueda tomar un helado conmigo hoy en la tarde.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Haber sabido antes

Uno de los pendientes que tenía en la vida era mejorar mi nivel de inglés, y claro, el hecho de tener una relación amorosa con un angloparlante le ponía más premura al asunto.

Entonces, disponiendo por fin del tiempo libre que no tuve mientras estudiaba mi magister, y consolidando la hipótesis de mi madre acerca de mi “logoholismo” –neologismo con el que me enrostra mi adicción al estudio-, me matriculé en un curso de inglés, por supuesto en modalidad intensiva, de lunes a viernes después del trabajo.

Para mi sorpresa, y gracias a todo lo que he aprendido en estos meses de relación con el rucio, quedé en el nivel 9 de un máximo de 10, por lo que sólo debo tomar dos cursos antes de pasar al nivel preparatorio del TOEFL, mi meta en esta materia.

Entré a la sala con mis libros, mis lápices y cuadernos, y me senté en una de esas sillas con la mesita pegada a la derecha, de esas que no usaba desde que estaba en la Universidad.

El curso es pequeño: sólo 7 personas más y yo, lo que hace que la dinámica sea rápida y fluida, porque aunque nadie habla perfecto y todos cometemos errores, la fluidez es el común denominador del nivel 9.

Heather, nuestra profesora gringa pidió que, como primer ejercicio, nos presentáramos y contáramos algo de nosotros. Entonces, el conteo preliminar es el siguiente: Un cientista político, que venía llegando de un diplomado en EEUU y se quería ir de nuevo a hacer un master, un ingeniero informático recién salido de la Universidad que se estaba comprando su primer departamento, un estudiante de música, que quería viajar y conocer Europa, dos contadores auditores que también querían viajar y dos secretarias, amigas entre sí, que querían trabajar como secretarias bilungues.

Y yo no lo podía creer!!!!! Después de preguntarme tantas veces en este mismo blog dónde podía encontrar a la gente chora e interesante, tanto para airear el panorama social como para ver si por ahí saltaba la liebre y conocía a mi próximo pololo –claro, cuando el rucio aún no estaba en mi vida-, lo supe: las clases de inglés –u otros idiomas, por cierto- son una buena instancia para conocer gente nueva, interesante, y que aparentemente, está en la misma onda que uno.

Haber sabido antes.