La semana pasada almorcé con uno. Hoy, con el otro.
Ellos dos son los únicos ex con los que mantengo contacto, pese a que durante muchos años dije que yo no practicaba ese deporte.
Los dos son encantadores, y aún puedo ver en ellos aquello que me cautivó de cada uno. Pero son tan diferentes entre sí.
Uno de ellos es un tipo de bien, tradicional y emparejado hace años. Divertido y complaciente, me dejó pedir la pizza y el vino que yo quisiera, argumentando que a él le daba lo mismo y que yo era más sibarita. Se acordaba de alguno de los episodios más divertidos de nuestra relación que al parecer yo había olvidado por completo, y nos reímos demasiado de las buenas historias y de mi mala memoria. Nos prometimos vernos antes de mi viaje a Alemania, y al despedirnos, me pidió que nunca dejara de hacer lo que yo quisiera, porque ese era mi principal encanto.
El otro es un tipo más intelectual y más tímido, pero también una dulzura. Está muy cerca de irse a estudiar a Estados Unidos con su pololoa-futura-señora, y viendo las posibilidades de pegas para cuando regrese a Chile. Con la guata un poco apretada, pero nunca dando puntada sin hilo.
Con él hablé de estudiar fuera, de mi viaje, de mis expectativas, de mis sueños y sus sueños, que hace años ya no eran sueños comunes. La conversación fue mucho más del futuro que del pasado, y fue demasiado bueno sentir que me entendía en muchos de mis pensamientos sobre el Master en Alemania y la nueva etapa de la vida que voy a iniciar. Tal vez no teníamos tanto en común, pero él siempre me entendió bien.
Los miro a los dos, y pienso en el rucio. ¿Qué tienen en común estos tres seres? Probablemente, sólo una: un corazón de oro que en cada uno, y en su estilo, me cautivó en algún momento de mi vida.