Ayer, mi pololo-ex-vecino estuvo de cumpleaños. Es curioso, pero nació 9
días después que el Rucio, exactamente del mismo año. A veces creo que esas
cosas no son casualidad, sino sincronicidades que operan como puentes entre una etapa de la vida y la siguiente.
Como conocernos es algo que se nos ha
dado fácil, supe pronto el regalo perfecto: Una comida degustación de 6 tiempos
en un restaurant con inspiración de pueblos originarios ancestrales de Chile, y
de postre, un frasco de Dulce Patria, ese postre inefable creado en París por
la cocinera de Eusebio Lillo, poeta y político que le puso el texto al himno
nacional. La idea era cenar en el restaurant, y comer el postre -y también el postre- en su casa.
Y resulta que ese regalo fue también un regalo para mí, porque me regaló una reflexión gigantesca: No todo es una
casualidad, y quizás debamos afinar el oído para poder escuchar el susurro
que la vida a veces tiene para decirnos.
Desde que llegué a Chile, a graduarme de miss Sapphire-Simpson, todo
cambió. Luego de la muerte de mi abuela y de haber dejado lo peor atrás, adopté
una actitud curiosa. He sufrido mucho, y me voy a sentar aquí a esperar que la
vida me compense, pensé. Y como un acto de psicomagia, como si se tratara de una invocación, empezaron a llegar las
compensaciones, rotundas e indiscutibles, que yo necesitaba.
Una pega rica. El amor de mi familia y mis amigos. Un departamento lindo.
El inicio de una relación no buscada, pero bienvenida. El darme cuenta de que
quiero que me cuiden y que tengo a alguien dispuesto a cuidarme. Alguien que me
quiere con descaro, con tenacidad y sin mezquindades.
Sentados en el comedor, a medianoche, con dos cucharas dentro del frasco sublime
de Dulce Patria, lo supe: Ese no es solo el nombre de un postre. Es el leitmotif de esta etapa de mi vida, de esta etapa donde estoy encontrando no solo la patria concreta, sino que también la patria emocional.
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